Sabía que el rojo no era su color favorito,pero pensó que ningún color sería tan adecuado para su encuentro. Pasó su manopor el sedoso tejido del vestido y recordó cómo él solía tocarla, apenas unpequeño roce de sus yemas al principio, para acabar aprisionando su carne contoda la mano en cuanto notaba su vello erizarse. Ella se dejaba acariciar comosi apenas se diera cuenta de la ansiedad de él sobre su piel, pese a que podíasentirla en cada centímetro de su cuerpo, bajo cada sombra que proyectaban suganas, en cada húmedo beso que acertaban a darse. Amaba su cuerpo por menudoque fuera, recorría sus rincones con la concienzuda precisión de un doctor y lasublimaba con la exquisitez de un poeta.

Subió el volumen de la música y se encaminó albaño. Sonaba “Blower´s Daughter” de Damien Rice incesantemente, una y otra vez,la banda sonora de su vida desde que él se marchara. Ella no sabía mucho inglés, pero empatizó al instante con el estribillo de aquella canción: “Nopuedo apartar mis ojos de ti.” Sólo rechazaba esa última frase de la canción,casi oculta, casi inaudible: “Hasta que encuentre a alguien de nuevo.” Ella nosuscribía esa afirmación. No había nadie para ella que no fuera él. La mitad desu alma ya había sido ocupada y no había marcha atrás.

Se miró al espejo y dudó si debía maquillarse.Aunque su mirada siempre agradeció una fina línea oscura que la enmarcase, élsiempre amó la sinceridad de su cara lavada, gustaba de admirar sus bellasimperfecciones, descubrir el dibujo que ocultaba la azarosa distribución de suslunares, cazar el aliento que surgía entre las comillas de su boca. Él era sumejor espejo, y ella la luz que le daba sentido. Resolvió acudir a su encuentrocon la misma naturalidad con la que sus entrañas se acompasaron, con la mismafacilidad con la que se miraron y sus almas entrelazaron sus dedos.
Decidida a ser aquella de la que él se enamoró,dejó las pinturas sobre el armario que coronaba el lavabo y concluyó que tansolo se cepillaría el pelo. Y lo llevaría suelto, como él siempre le pedía.Cogió el cepillo verde y empezó a alisárselo, mechón a mechón, con cariño,volviendo a encontrarse en el espejo con aquella que pensó que jamás volvería aver.
“¡Riiiing!”
El teléfono de la sala de estar rompiómomentáneamente su íntima resurrección. Dejó que sonara unas cuantas veces comobrindando a la paciencia de quién llamaba la oportunidad de dejarla tranquila,pero no cayó esa breva. Bajó la música y dudando de lo que estaba haciendocogió el auricular:
- Diga…
- Hola Emma, ¿cómo estás hoy cariño? ¿estásmejor?
Era Elena, su mejor amiga. Desde que él laabandonara, ella había estado cuidándola y preocupándose por ella en todomomento. La había sostenido cuando se convirtió en un trapo empapado enlágrimas.
- Hola Elena. Estoy bien, mucho mejor. Gracias.– Dijo con voz luminosa.
- La verdad es que te escucho más animada.
- Sí. Me estoy preparando para salir.
- ¿De veras? Me alegro mucho Emma, no podíaspasar más tiempo encerrada, llevas más de un mes sin salir a la calle. ¿Quieresque te acompañe?
Emma sintió una punzada de culpabilidad. Nopodía contarle que se iba a encontrar con él. Jamás lo entendería, nadie loharía, de eso estaba segura. Por eso se había desprendido de las explicaciones.
- Voy a encontrarme con un amigo, tomaremosalgo.
- ¿Con quién?
Emma hizo una pausa.
- Un antiguo compañero de la facultad que hacíatiempo que no veía.
- ¿Ah si? ¿Lo conozco?
Emma hizo una mueca de disgusto ante lainsistencia de su amiga.
- ¿Ves? Por eso no me gusta hablar contigo,porque eres peor que mi madre. ¡Parece esto un tercer grado! – Le respondió consarcasmo.
Elena rió levemente la ironía.
- Tienes razón. No te quiero interrogar. Perocuando vuelvas cuéntamelo todo, ¿eh? Qué tal te ha ido…
- Si, no te preocupes. Sabrás cada detalle,pero debo dejarte o si no llegaré tarde, aún he de acabar de prepararme.
Tras una breve despedida en la que Elena lerepitió por enésima vez que la quería y que la alegraba verla tan animada, Emmacolgó el teléfono y le devolvió a la estancia su perenne melodía. Levantó lamirada y se encontró con su efigie mirándola desde el espejo de la sala deestar, el mismo ante el que se abrazaban y se pasaban pequeños ratos eternoscontemplándose, admirando la magnitud y la pureza de su amor. Sin saber porqué,pensó si la volvería a abrazar de esa manera, si la miraría de nuevo con aquelsentir incondicional que a veces incluso la asustaba. Si al unirse sus bocas elmundo desaparecería por completo como siempre lo había hecho. Los nervios seapoderaron de ella mientras visualizaba su reencuentro con él. Nada deseabamás. A decir verdad, era el único deseo que le quedaba, era la única razón quepodía hacerle volver a caminar bajo la luz del sol.
Fue hasta su cuarto y apagó la cadena musical.Aquel silencio sepulcral la tensó por dentro. Todos los miedos que acumulabapor aquel encuentro iniciaron su particular aria ahora que los quejidos delcantautor irlandés habían cesado. Pero no había nada que pensar ya. Él laesperaba y ella no faltaría a su encuentro nunca más, lo agarraría del cuello ylo abrazaría para siempre, hasta que la eternidad se cansase de ellos yarrojara la toalla primero.
Abrió el cajón de su mesita de noche y cogió elanillo que le había regalado cuando apenas se estaban conociendo. Él siempre lotuvo tan claro…, desde el primer momento le dijo que Eso impactó a Emma, aquella sinceridad, su sorprendentevalentía al abrir su corazón y brindárselo a ella, sin recelos ni estrategias.Por eso no entendió que la dejara, que permitiese al destino ser el tercero endiscordia. Eso era lo que más le había costado perdonar, que no cumpliese supalabra de estar siempre a su lado.
Se puso el anillo en el dedo anular de su manoizquierda y salió del piso cerrando de golpe. Bajó las escalera hasta la calletratando de controlar el impetuoso latido de su corazón que no paraba debombear sangre a medida que se acercaba a la calle, a medida que se acercaba aél. Salió a la avenida y se dejó tocar por el sol que desparramaba su luz sobrela ciudad. Ya era verano y ella ni se había dado cuenta. La gente abarrotaba elasfalto de las calles en una dinámica y vivaracha procesión humana de la quesin embargo, Emma no se sentía partícipe. Sus ojos sólo estaban listos paraverlo a él, su cuerpo sentía la frigidez de una catedral vacía por más queestuviera rodeada por el mundo entero y sus cotidianas nimiedades. Ella estabamuerta y sólo él la devolvería a la vida.
Miró a ambos lados de la avenida buscándolo,tratando de averiguar cómo lo alcanzaría, cual sería el billete dorado hastaél.
Tras unos segundos de espera lo vio. El autobúsnúmero 78 se acercaba a toda velocidad por el extremo este de la vía. Cientosde veces había esperado ese autobús en la parada que había dos calles más allá,deseosa de abrazarlo nada más bajarse del vehículo, decidida a no desperdiciarun solo segundo, ni un ápice de sus ganas por él. 
Una euforia descontrolada se empezó a apoderarde su ser y la sonrisa se perpetuó en su rostro, como un regalo abiertobuscando unos ojos ilusionados, como la de una novia anhelante el día de suboda. Al fin volvería a verlo, y sabía que esta vez jamás se acabaría, nuncavolvería a fallar a su encuentro, siempre estarían juntos. Su amor esta vezsería perpetuo.
Viendo al autobús casi llegando a su altura,Emma se acarició de nuevo el vestido y se dirigió a un viandante cualquiera quepasaba por allí:
- ¿Le parece que estoy hermosa? En un momentome encontraré con el amor de mi vida.
El hombre observó el rostro ojeroso y demacradoque camuflaba la todavía palpable belleza de aquella desconocida que se dirigíaa él y, desconcertado por la pregunta, respondió gentilmente.
- Está usted preciosa señorita.
Emma, emocionada, agradeció con la mirada laspalabras del amable desconocido, y con su sonrisa perpetua y sus lágrimas dealegría se arrojó frente al autobús 78 que atravesaba la avenida a todavelocidad.
El autobús 78
Published:

El autobús 78

(i) Marc Montis (e) Miguel de Molina

Published:

Creative Fields